lunes, 19 de marzo de 2018

Fingir para saber...

POESÍA ES LIBERTAD por Cesare Pavese*

En poesía, el inventor de un género, de un estilo o un tono, el descubridor de una tierra ignora resulta, como es sabido, más satisfactorio y eficaz que sus epígonos, los numerosos o raros epígonos que acerca de ese estilo y ese tono, acerca de aquella tierra ignota, deberían ya saber mucho más que el pionero y que, por cierto, continúan su obra con cómoda familiaridad y más refinados instrumentos. Es que ocurre algo que no tiene paralelo en otras actividades humanas. El primero que tiende la mirada y se adentra en una nueva provincia es asimismo quien con más eficiencia la explota, y más que a desmonte y cultivo se diría que lo suyo se parece a una incursión de hordas mongólicas, uno de esos saqueos en cuyas huellas no vuelve a crecer la hierba. No faltan casos de creadores que, literalmente, sofocan a los epígonos en la cuna, y no surgen segundones que recojan la herencia. A estos creadores se vuelve de ordinario al cabo de siglos, cuando las vicisitudes de las ideologías y los gustos han convertido su obra casi en un objeto, en una creación de la naturaleza -como hace la intemperie con ciertos monumentos- y uno puede inspirarse en ella con genuino sentimiento de descubridor, abordándola como un dato natural.

El pionero y el epígono. El primero inventa, comprende y pasa a otra cosa; el segundo, impresionado por la manifiesta y ambigua fascinación de la tierra hasta ayer desconocida, vuelve a ella y allí se demora; se construye la casita, cultiva el huerto y hace las conservas. A veces se pasa toda la vida, entre el respeto y el aplauso de sus semejantes, sin darse cuenta de que a sus conservas  les falta el gusto de la tierra, del agua y del cielo. Es un literato. Casi siempre lo sabe y se jacta de ello. Mejor así, por lo demás, que verlo desesperado: el literato que se desespera, es decir, que empieza a lamentarse, no se vuelve poeta sino peor literato.

El poeta, digamos, inventa, comprende y sigue adelante. Pero no todo el monte es orégano, ni siquiera para él. En cada recodo de su trabajo la acecha una Capua literaria. Corre el riesgo de convertirse en epígono de sí mismo: ceder a la tentación de detenerse más de lo debido en la explotación del país ya conocido y conquistado. Y lo trágico es que mientras un literato no necesita ser más que literato, un poeta debe ser también literato (es decir, para su época, culto), y dominar con mano firme esa maraña de hábitos e inclinaciones que es su literatura. Su camino es el de las almas por el puente del Paraíso: el filo de una navaja o una telaraña.

¿Qué significa detenerse más de lo debido en la explotación del país? Pues que el poeta finge ante sí mismo no saber lo que ya sabe. Fuente de la poesía es siempre un misterio, una inspiración, una conmovida perplejidad ente algo irracional, tierra ignota. Pero el acto poético -si es legítimo establecer una distinción, separar la llama de la materia flamígera- es absoluta voluntad de ver claro, de reducir a razón, de saber. El mito es el logos. Quien haya visto una vez en su propia inspiración, quien haya reducido a palabras, a discurso, articulándola en el tiempo y en el espacio, la extática maravilla del ser, ha de resignarse, y acerca de ese mito no debe fingir ante sí mismo para volver a sentir el atormentador placer, la virginidad que ha perdido. Si su mirada, su reducción del mito a figura, ha sido satisfactoria y soberana (esa mirada nunca es fulgurante; se necesitan días y hasta años de angustiosos intentos y búsquedas), no podrá, naturalmente, conformarse y esperar con ecuanimidad que de la maraña de la conciencia, del recuerdo y la maceración le nazca una nueva virginidad, una nueva inspiración, un nuevo mito. Pero de momento deberá aceptarlo. De otro modo, fingirá no saber lo que ya sabe, farfullará el divulgado misterio y se hará literato.

No es fácil establecer cuando debe el poeta detenerse. La maravilla le nace de ordinario tan de lo profundo, y la imagen creada -la primera presa de la tierra ignota- tiene raíces tan tiernas y sensibles dentro de su sustancia espiritual, que desprenderse de ella supone lacerarse, quedar como un cascarón vaciado. La capacidad de asombro, la riqueza mítica, es por lo general una aptitud limitada, finita. Así como no existe espíritu que no pueda, abismándose en sí, asir en sus profundidades un vislumbre de misterio, al menos una tenue capacidad poética (en esto se funda la universal legibilidad de los poetas), así es siempre excepcional, y por tanto un prodigio, el creador para quien ese vislumbre crece irresistiblemente hasta convertirse en paisaje complejo, en multiforme, accidentada e inagotable provincia. Además, la reducción a figura, a clara división, a conocimiento mundano de una extática y candente intuición mística sólo puede darse en el terreno de los fríos hábitos técnicos de una ya adquirida experiencia cultural de reducciones de viejos mitos a mundo orgánico y racional, sobre la experiencia, en suma, de pasados éxtasis ajenos convertido ya en literatura. En un determinado sentido el poeta auténtico no puede no ser el más culto de los literatos contemporáneos. Pero, por consiguiente, el peligro de abandonarse a hábitos y complacencias, de creerse inspirado y virgen, de echar por el atajo de un estilo dado -de ver misterio donde ya no hay misterio- es tanto más inmediato para el auténtico poeta cuanto mayor sea el número de cómodos caminos ya abiertos, ya allanados que él conozca, y cuanto más impracticable y singular se le presente el camino de lo desconocido, de lo informe, de lo inexpresado.

Es obvio que también los liteartos realizan una obra provechosa, y nada es más ineficaz que la romántica cruzada encaminada a exterminarlos y humillarlos. Y no sólo porque los mayores poetas hunden sus raíces en el humus de la literatura, que en definitiva los nutre y constituye en su mayor parte, sino sobre todo porque los literatos son el esqueleto del público que escucha a los poetas y dan voz y un sentido a las aspiraciones y respuestas de ese público ingenuo. Lo que ha sido contemplado y reducido a claridad por el poeta -sus presas del país desconocido- se asemeja a aquella fauna de la sabana y de la jungla que el cazador captura y se lleva al mundo civilizado. Esas extrañas criaturas, impregnadas todavía de un feroz y primordial pavor, son enjauladas, exhibidas, explicadas, se las hace vivir entre nosotros. Y no hay que hacer ascos, ya que si fuera posible, multiplicando y aislando las obras maestras de la poesía, hacer callar las otras voces, todos los comentarios y vulgarizaciones, ello equivaldría a llenar las calles de criaturas esquivas y feroces y destinar las jaulas a domadores y guardianes. Desaparecerían a la vez la vida civil y las fieras, o se asistiría a una nueva partida de caza con pérdida de vidas y de tiempo, para indignación de los mismos cazadores. Más vale reconocer que mientras el mundoproduzca poesía, mientras lleguen de lo ignoto monstruos encantadores o atroces, la obligación del hombre civilizado es poblar con ellos los zoológicos y darles un nombre y una jaula,hacer literatura.

Pero que sean de veras monstruos, mitos encarnados, descubrimientos, y no perros pachones o pavos. El mundo está lleno de quimeras y sorpresas, pero sólo las auténticas interesan al poeta, y sólo podrán interesarnos a nosotros si el poeta las ha forzado a revelar su nombre. Ahora bien, no todos se dan cuenta de lo que esto implica.

Una bagatela. El poeta, en cuanto tal, trabaja y descubre en la soledad, se aparta del mundo, no conoce otro deber que su lúcida y furibunda voluntad de claridad, de desmantelamiento del mito entrevisto, de reducción a normal medida humana de aquello que es único e inefable. El éxtasis o maraña en que se clavan sus miradas ha de estar íntegramente en su corazón, infiltrado allí por un imperceptible proceso que se remonta por lo menos a su adolescencia, como la lenta aglomeración de sales y jugos de la que según dicen nacen las trufas. Nada preexistente, ninguna autoridad exterior, práctica, puede por lo tanto ayudarlo o guiarlo en el descubrimiento de la nueva tierra. Ésta es ya para él tan carnalmente íntima como el feto para el útero. Si está en verdad reduciendo a claridad un nuevo tema, un nuevo mundo (sólo quien hace esto es poeta), de hecho nadie que no sea él, su árbitro, puede conocer ese tema, ese mundo en gestación. Los consejos e indicaciones que le lleguen del exterior procederán inevitablemente de una experiencia ya realizada, reflejarán una temática y un gusto ya existentes, es decir, insistirán en que el poeta explote un país ya conocido, que finja ante sí mismo no saber lo que ya sabe. En pocas palabras, las intervenciones doctrinales, prácticas (aunque provengan de concilios de los más competentes colegas, de los lectores mejor intencionados o de los más reverendos padres) tenderán inevitablemente a devolver al poeta a la literatura, a impedirle desarrollar su cometido específico de conquistador de tierras desconocidas. El constreñimiento ideológico ejercido sobre el acto poético transforma ciertamente los leopardos y las águilas en corderos y pavos. Dicho de otra manera, instaura la Arcadia.

Esto pone de de relieve la importancia de la cultura del poeta, del ímpetu que en su vida cotidiana lo impulsará a ser el más culto entre sus contemporáneos. Es preciso señalar que si el poeta busca verdaderamente la claridad y se ocupa de exorcizar a sus mitos, transformándolos en figuras, sólo podrá decir que lo ha conseguido cuando esa claridad sea tal para todos, cuando sea un bien común en el que pueda reconocerse la cultura general de su tiempo. Lo cual significa sin más que el estilo, el tono, la tierra descubierta, se insertarán naturalmente en el panorama histórico de su generación y contribuirán a componer el nuevo horizonte, el conocimiento, pues son frutos de un auténtico estupor que sólo los medios de investigación más avanzados y libres de prejuicios pueden resolver en discurso humano. Pero téngase en cuenta que auténtico estupor quiere decir estupor auténtico, no fingido, o sea, residuo irracional que subsiste incluso bajo la luz de la más científica teoría de la época. Antes de ser poetas somos hombres, conciencias cuyo deber es alcanzar la mayor conciencia posible en la escuela de la experiencia. En cambio, todos los consejos y admoniciones que los responsables de una generación dirigen a los poetas en cuanto a tales son, cuando menos, superfluos, superficiales, incidentes, como los consejos que la madre daba a la hija para la noche de su boda. El verdadero poeta ya se los ha dirigido a sí mismo, al hacerse culto. Más acertado será exhortar vigorosamente a los candidatos a la vida social -jóvenes literatos, ingenieros, seminaristas- a adquirir cultura y conciencia, e inculcarles que la dirección de la vida interior es una sola, la incansable demolición de los mitos. Y luego, si alguno de ellos se propone ser poeta y hace concebir razonables esperanzas, permitirle que se zambulla en el torbellino de su inquietud y esperar el resultado. Nadie que no sea él puede encontrar el camino justo, puesto que sólo él conoce la meta.

Cesare Pavese (De Cultura e realtà, nº 2, de julio-agosto de 1950.)
(Traducción de Elcio di Flori)

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